TRACKLIST. Pincha aquí para ver el listado de cuentos y las canciones que los inspiran (y si pinchas en los títulos en azul o rosa, podrás leer el cuento).

De la contraportada del libro

29 canciones. De Los Planetas a Pulp, pasando por Surfin´ Bichos, Pet Shop Boys y Lou Reed. De todas las cosas que se pueden hacer con ellas, Federico Montalbán escribió 26 cuentos. Y Casanovas, sin leerlos, constuyó la banda sonora en imágenes mientras oía las mismas canciones. Música, literatura e ilustración. Tres en uno.

lunes, 16 de agosto de 2010

SkandalKonzert


Canción: Do the Funky Chicken
Artista: Rufus Thomas
Álbum: Do the Funky Chicken





Sinceramente, pensé que era buena idea. De verdad, pensé que vestir a 23 niños de pollos y hacerles bailar el Do the Funky Chicken del gran Rufus Thomas para el baile fin de curso era una buena idea. No me engañaba y sabía que no podía esperar que, en una época como la actual en la que el entusiasmo brilla por su ausencia, mi idea fuera recibida con vítores y aplausos. Mucho menos pensaba que las madres y los abuelos acabarían levantándose de sus asientos  y bailando el baile de la gallina como las multitudes enfervorecidas del video que se puede ver en Youtube. Pero lo que tampoco esperaba era acabar con un ojo morado, varias costillas rotas y las cuatro ruedas del coche pinchadas. Afortunadamente, yo también me vestí de pollo y el traje, lleno de gomaespuma, absorbió la mayoría de los impactos. 

Una amiga mía pasó una temporada en Chiapas junto a una amiga suya que era enfermera. Cuando las mandaban selva adentro o selva afuera, su amiga decía: Enfermera soy, donde me mandan voy. Hice mía la frase y la usaba cada vez que tenía oportunidad. Cuando en la Asociación de Madres y Padres de Alumnos dijeron que el claustro había decidido no organizar ningún baile de fin de curso a no ser que alguna madre se ofreciera voluntaria para preparar la actuación, me dije: Del AMPA soy, donde me mandan voy, y me presenté voluntario. 

Todos lo vieron fenomenal, supongo que no imaginaron que vestiría a sus hijos de pollos y les haría bailar a ritmo de soul. Algo que, sigo sin entender la razón, consideran detestable. 

Los niños recibieron con gran algarabía mi idea. La canción les gustó desde la primera audición. Y enloquecieron cuando llegaron los trajes de pollo que había encargado a la mejor tienda de disfraces de la ciudad. En apenas dos ensayos, aprendieron todos los pasos y algunos de ellos, los más atrevidos, aportaron varias ideas brillantes para el baile. 

La actuación salió mejor que cualquiera de los ensayos. Yo les iba marcando los pasos ataviado con mi disfraz de pollo gigante pero ninguno me miró. No les hizo falta, la música les dictaba qué hacer. Miraba de reojo al público cada vez que tenía ocasión, esperando ver gestos de conformidad y sorpresa. Pero solo veía muecas de horror o rostros desencajados. Empecé a prever el desastre. 

Cuando acabó la canción, un silencio sepulcral se apoderó del auditorio. Les hemos dejado sin palabras, les susurré a los pequeños bailarines, y me los llevé corriendo al backstage. 

Enseguida llegaron las madres y se llevaron corriendo a los niños, dándoles fuertes tirones de los disfraces de pollo para quitárselos cuanto antes. Los padres se demoraron algo más. Tenían varias cosas que decirme y muchas patadas que darme. Los golpes no me dolieron mucho. Los insultos no me ofendieron en exceso. Lo que peor me sentó fue la falta de respeto al gran baile que habían hecho los niños y a la feliz música del maestro Thomas. 

Tardé un par de días en quitarme el traje de pollo gigante. Temía que, al hacerlo, las costillas rotas se desparramaran y que muriera por descompresión pulmonar. Cuando por fin me libré de él, pensé que todo había pasado. Una vez más me equivocaba. 

Cada vez que salía a la calle, la gente cacareaba a mi paso y fingían mover las alas histéricamente. De vez en cuando, me lanzaban huevos. Al cabo del mes, mi mujer me dijo lo que pensaba de mí desde hacía mucho tiempo: Eres un fantoche. Y empezó los trámites para el divorcio. Al empezar el curso, la directora del centro me comunicó que la situación se había hecho insostenible. El resto de padres habían recogido firmas para expulsarme del colegio. Ella  no podía hacer tal cosa, faltaba más, pero me recomendaba vivamente que pidiera el traslado voluntario de mi hijo a otro colegio. 

Mi genial idea para el baile de fin de curso acabó, de forma completamente sorprendente, hundiéndome la vida. No me preocupo en exceso porque sé que el problema está en los demás. Algunas tardes, mi hijo y yo nos volvemos a colocar los disfraces de pollo, subimos el volumen a tope y nos dejamos llevar por al ritmo de la gallina funky. Solemos acabar el baile con un paso que incluye un gran corte de mangas al resto de la humanidad.

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