TRACKLIST. Pincha aquí para ver el listado de cuentos y las canciones que los inspiran (y si pinchas en los títulos en azul o rosa, podrás leer el cuento).

De la contraportada del libro

29 canciones. De Los Planetas a Pulp, pasando por Surfin´ Bichos, Pet Shop Boys y Lou Reed. De todas las cosas que se pueden hacer con ellas, Federico Montalbán escribió 26 cuentos. Y Casanovas, sin leerlos, constuyó la banda sonora en imágenes mientras oía las mismas canciones. Música, literatura e ilustración. Tres en uno.

lunes, 22 de marzo de 2010

Reseña por Eduardo Guillot


(Ya sabéis: si hacéis click en la imagen se verá más grande)

Y otra reseña en Rockola.

Ilustración inédita y "Tokio ya no nos quiere"

Este estupendo dibujo lo hizo Casanovas para la canción "Tokio ya no nos quiere", de Lori Meyers (cuento: "El idiota")



"Tokio ya no nos quiere" no está en la lista de Spotify y como dije que las iría poniendo (las canciones que no están), ahí va el vídeo:



Es la canción que me enganchó a Lori Meyers. Es de esas canciones que te agarra y ya nunca te suelta. Cada vez que la escucho siento la misma emoción incontenible de la primera vez.

("Tokio ya no nos quiere" es el título de una novela. Una canción inspirada en una novela. Un cuento inspirado en esa canción.)

lunes, 1 de marzo de 2010

Pequeña nota autobiográfica III (car&rain remix)

Canción: La musique
Artista: Dominique A
Álbum: La musique
 


 
Por el retrovisor vio dos figuras que subían por la calle. Andaban cubiertas por paraguas, balanceándose arriba y abajo, como dos camellos por el desierto. Desierto. Quizás por eso le recordaron un dibujo, posiblemente de Moebius. En el dibujo se veía a dos figuras vestidas con ropajes exagerados que se tapaban del sol con sombrillas de colorines. Estaban en mitad del desierto.

En el desierto apenas llueve. En su ciudad tampoco pero esa mañana diluviaba. Las dos figuras llegaron hasta donde él estaba. Refugiado dentro del coche. A las puertas de su casa pero sin ánimo de bajarse. Delante iba una niña que le dirigió una mirada intrigada. Detrás iba la madre, fumando. Los cigarros son como los bostezos. Dan envidia. Le entraron ganas de fumar pero dentro del coche no podía.

Había descubierto que el mejor sitio para escuchar música era el coche. Se sentía envuelto por el sonido, casi, casi dentro del mismo. La música era una especie de armadura mágica que le protegía del mundo. No estaría mal ser un dibujo de Moebius aunque hubiera que sudar a mares bajo varias capas de ropa en mitad del desierto. Cualquier cosa sería mejor que ser un humano, varón, 35 años, apesadumbrado por tantos problemas, desquiciado por las obligaciones que no cesan.

¿Dónde está tu cara? le preguntó su hijo desde la sillita colocada en la parte de atrás del coche. Había notado que allí dentro podía reducir su presencia hasta hacerse algo así como invisible a los sentidos humanos. Era como no estar estando. Por eso, sus hijos, solían pedirle que, de vez en cuando, confirmara su presencia a su lado.

Aquí, le respondió girándose hacia atrás y haciendo una mueca graciosa. Soltó al niño, lo llevó hasta su asiento, lo sentó en las rodillas e iniciaron el ritual de casi todos los días. El niño se empeñaba en cambiar el CD a cada segundo, encendía y apagaba las luces y los intermitentes de emergencia, preguntaba para qué servían todos y cada uno de los botones del salpicadero, intentaba cambiar de marcha. El hombre respondía siempre con las mismas palabras. Lo conocido da seguridad a los niños.

Empezaron una discusión. Su hijo quería quitar el disco y poner otro pero el hombre que prefería ser una viñeta de Moebius o cualquier otra cosa distinta a la que era se negaba. Había sentido unos minutos antes que la canción desataba por ahí dentro una tristeza inesperada y quería dejarse llevar. Las cosas iban bien, llevaba varios días animado pero sabía que la tristeza habitaba de forma permanente en su interior y de vez en cuando debía dejarla salir. Habitualmente eran canciones las que lo conseguían. Había escuchado varias veces “La musique” de Dominique A sin que le dijera nada especial pero aquella mañana lluviosa estaba a punto de hacerle romper a llorar como un bebé.

Estos momentos lacrimógenos eran caprichosos y no siempre venían acompañados de la elegancia de la canción del músico francés. La anterior vez que le sucedió fue con “La gallina cocouaua” de Enrique y Ana.

Del bolsillo de la rebeca se le cayó la caja de pastillas que había recogido unos minutos antes. Paró el coche en segunda fila, dejó a los niños dentro, bajó con el paraguas en la mano, no lo abrió, dejó que la lluvia le mojara, entró en la farmacia, entregó la factura, la chica buscó el pedido y se lo entregó. ¿No hay pastillas rojas? Le había preguntado al médico. Es que me gustan más las pastillas rojas que esas azules que me manda. El médico se hizo el sordo, recogió la receta que salía de la impresora y la firmó. Tal vez pensó que debería doblarle la dosis.

Recogió la caja de pastillas, se la volvió a guardar en el bolsillo y, por fin, rompió a llorar. Su hijo había desistido de cambiar el disco y se dedicada a poner y quitar los intermitentes. Agradeció que no le hiciera caso y no tener que dar explicaciones. Las lágrimas que se explican, como los chistes, pierden la gracia.

Sintió que escapaba de allí. Las lágrimas aligeraban la fuerza de la gravedad. Llorar era soltar lastre. Un dato brotó de golpe de su memoria: G=6,674×10–11 N·m2/kg2. Las constantes físicas son pequeños salvavidas a los que agarrarse en mitad de la marejada. El número fue empequeñeciéndose y el hombre notó que todo se oscurecía a su alrededor. El desierto era ahora el espacio exterior. O un agujero negro.

Una vecina se asomó a la puerta. Una costumbre muy extendida en la calle. La gente se asomaba a cada rato a la puerta para ver si pasaba alguien. Se sentían reconfortados si no había movimiento o si las personas o coches que veían pasar eran conocidos. Por el contrario, si no reconocían lo que veían, se llenaban de incertidumbres. Al poco de trasladarse allí, pensó que se trataba de una costumbre impertinente y molesta. Se sentía observado casa vez que entraba y salía. Pero con el paso del tiempo, la costumbre se fue apoderando de él y acabó por hacer lo mismo.

La mirada de la vecina se cruzó con la suya. El contacto con otros ojos pareció devolverle a la realidad. Fin del desierto. Fin del agujero negro. Confió en que el parabrisas empapado de lluvia disimulara las lágrimas que le corrían por la cara. No es agradable que te vean llorar.

No supo si darle las gracias o maldecirla por hacerle volver a la realidad. Hubiera querido abandonarse a la tristeza, poner la canción en modo repeat y llorar hasta quedarse seco. Pero algunos placeres le estaban vedados. Al menos, de momento.

Hizo un gesto de saludo hacia la vecina, apagó la música, escuchó durante un segundo el ruido que la lluvia hacia al chocar contra el coche, recordó que hubo un tiempo es que eso le reconfortaba, agarró bien a su hijo, abrió la puerta del coche, abrió también el paraguas y salieron de allí.